2 de abril de 2010

Reflexiones

Quise matar el tiempo lo suficiente como para que Arlie recuperara la sobriedad. Un kender sobrio puede resultar cargante, pero, en nuestra situación, un kender borracho, podía resultar incluso peligroso. Intenté sonsacarle a mi amigo toda la información que pudiera poseer. Una parte de mí desconfiaba, pero la otra se inclinaba a confiar en él.

"¿Por qué iba a mentir acaso sobre la existencia de los Dioses Verdaderos?"

No encontré respuesta alguna a esto, por lo que decidí a partir de entonces ser muy cauto con la información que Arlie deseaba compartir. En algunos lugares, murmullos de su presencia pueden ser inocuos. En el resto, desconozco la reacción, y prefiero no arriesgarme.

Decidí volver a la taberna, donde quizás podría despejarle con una taza de café hirviendo. Pero lo que jamás podré olvidar, será la reacción de cuando lo alzé para llevarlo... Prefiero no mentarlo siquiera. Lo único bueno de aquella experiencia fue que expulsó gran parte del alcohol que había consumido. Cuando vió ante él aquel brebaje oscuro, me preguntó asqueado:

- ¿Qué diantres es esto, agua sucia? - todavía estaba borracho.
- Si, es agua sucia - respondí con hastío - ¡Bébetelo!
- ¡Fantástico! ¡Nunca había probado el agua sucia de esta región! Aunque realmente no sé en que puede diferenciarse del resto...

Me eché las manos a la cabeza, no quería escuchar más. Los enormes guerreros seguían en la barra, ocupados en compartir las grandes hazañas que en su día acontecieron, y de las que, por supuesto, ellos fueron héroes.

A menudo me resulta extraña, incluso ajena, la condición humana. Buscamos la gloria y el placer para el propio individuo. Ignoramos, a menudo adrede, que tenemos el poder para cambiar las cosas. Si tenemos el poder para alcanzar la gloria, ¿por qué no querer hacerla ajena? Miro a Arlie, con su curiosa manera de ser. Por su comportamiento me deja ver que su única ambición es conocerlo todo en este mundo. Y no deja de compartir sus conocimientos, no posee ningún sentimiento de avaricia...

Divagué demasiado en mis propios pensamientos, pero no lo suficiente como para captar las señas de mi conocida camarera. Le pedí una cerveza y acudió con gran prontitud. De sus labios se escaparon estas palabras temblorosas:

- ¿Ve aquella mesa, caballero? ¡Es él! Por favor, ayúdeme

Volví a atusarme el bigote, gesto incosciente de reflexión, y tragué un poco de mi cerveza.

Había llegado la ocasión de luchar por el bien ajeno, de luchar por el honor.

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